Diana Marchal Soy un árbol.
No, perdón, soy un árbol urbano.
Si fuera tan solo un árbol, viviría en un bosque, o en una selva,
y entonces mi vida estaría íntimamente ligada
a los ciclos de la vida.
Pero soy un árbol urbano.
Me trajeron a la ciudad, porque querían disfrutar
de mi hermosura, de mi sombra.
Dicen que produzco oxígeno, que a ellos les es indispensable,
y que para mí es sólo parte de un proceso maravilloso
de respirar, producir azúcares en mis células
gracias a la luz solar, que me hacen vivir,
y emitir agua y ese precioso oxígeno,
que da sentido a uno de los ciclos de la vida.
Sé que les doy muchas otras cosas preciosas,
que filtro impurezas del aire que a ellos les son nocivas,
que mis raíces evitan la erosión del suelo,
que reduzco el calentamiento de la atmósfera,
que mi follaje controla la contaminación por ruido,
que les doy sombra, frescura y belleza,
que les gusta descansar, jugar y abrazarse
debajo de mis ramas.
Pero no es fácil vivir en la ciudad.
Me plantaron en una que llamaron “reforestación”.
Nadie se preocupó de mis necesidades
ni las de mis hermanos.
De cada diez que plantaron, siete de nosotros murieron
por falta de riego y de atención.
Yo sobreviví, pero mi tronco se ha ensanchado,
y apenas quepo en la pequeña cepa que abrieron para mi.
El cemento empieza e encarnarse en mi corteza,
y pronto lastimará mi parte más delicada,
que ellos llaman “cambium”.
Es por donde sube el agua y las sales minerales que absorbo,
y se distribuye el nutritivo alimento que produzco en mis hojas.
Mis raíces no tienen mucho de dónde proveerse:
Trataron de abrirse espacio en medio del suelo compactado,
y encontraron que abajo había sólo cascajo.
Me hace falta agua, y trato desesperadamente de encontrarla,
pero me acusan de meterme en sus tuberías y en sus cisternas.
Como me hace falta aire, levanto discretamente el cemento
que ellos colocan sobre mis raíces –
Bueno, a veces no muy discretamente, pero las cortan
tan pronto como pueden, y reparan las banquetas.
No se dan cuenta que me dejan sin anclaje,
y que puedo convertirme en un peligro para ellos.
Lucho contra otros hermanos,
a los que han plantado demasiado cerca de mí,
en otra “reforestación”. Es que a ellos les gusta hablar
de los millones de árboles plantados.
Cada uno de nosotros trata de crecer lo más rápido posible
para ganar luz, espacio y aire,
pero hay algunas especies que nos llevan la delantera.
Ganan los altos, aunque crezcan delgados y débiles,
y los demás nos quedamos chiquitos,
inclinados hacia la luz, que es nuestro objetivo.
Pero cuando crecemos mucho, les estorbamos.
Es que nunca se imaginan cómo vamos a ser cuando crezcamos.
Dicen que les tapamos la luz, que les tiramos basura.
Si supieran que nuestras hojas no son basura,
sino otro material orgánico más, de otro ciclo de vida.
Dicen que vamos a ocasionar un corto circuito
cuando nuestras ramas lleguen a los cables de luz.
Los cables ya estaban ahí cuando nos plantaron,
Y no pudieron calcular que un día los alcanzaríamos.
Y entonces, dicen que nos podan.
En realidad, nos mutilan de la forma más vil que pueda existir:
Nos quitan la punta de nuestras ramas,
que es nuestra parte más vigorosa.
Entonces ya no sabemos hacia dónde crecer,
y lo hacemos en forma desordenada.
Pero lo que es peor, nos dejan sin hojas,
que son nuestras fábricas de alimento,
y en ocasiones morimos de inanición.
Hay hermanos tan fuertes, que consiguen echar un rebrote.
No por un vigor renovado, sino por un mero afán de sobrevivencia.
Y ellos piensan que nos han hecho un bien con su poda.
Últimamente les ha dado por “podarnos” al revés,
dejando nuestro tronco desnudo, sin ramas,
y un ridículo copete en la punta.
Tal vez nos haga menos daño que el desmoche,
pero afecta nuestra estructura y nos desequilibra.
A veces, cuando tapamos con nuestro follaje
algo que a ellos les es precioso, como el nombre de una tienda,
o un gran anuncio publicitario,
destrozan nuestras ramas y las dejan ahí, colgando.
Dicen que hay leyes contra eso,
pero en realidad nadie hace nada para evitarlo.
Dicen que hay leyes que nos protegen,
pero son sólo palabras, que se pronuncian
muy lejos de nuestro tronco y de nuestro follaje,
muy lejos de nuestras raíces.
Nos entierran clavos, nos cuelgan ropa,
nos clavan instalaciones de luz,
alambres, anuncios, lucecitas de colores,
santos, corcholatas y hasta chicles,
que no sólo dañan nuestra integridad,
sino -sobre todo- pisotean nuestra dignidad.
Y cuando construyen una calle o una casa,
nos asfixian de cemento, de arena, de tierra
y luego cortan nuestras raíces, que para salvarnos.
No es fácil vivir en la ciudad.
Y sin embargo, les obsequiamos
todas las maravillas de las cuales somos capaces.
Sólo quisiéramos que en medio del infinito tráfico,
ellos, los seres que se dicen humanos,
hicieran un alto en su vida,
que en verdad sería triste y árida sin nosotros.
Que pensaran en nosotros, los árboles,
que estamos vivos,
y que nos dieran a cambio de lo que reciben
la dignidad que nos merecemos.